domingo, 10 de julio de 2011

La Constitución y las Farc

Por: Luis I. Sandoval M

Apartándome de la opinión predominante me atrevo a decir, con ocasión de los 20 años de la Constitución del 91, que la existencia de Alfonso Cano, el insurgente, hoy asediado en algún rincón de Colombia, no es precisamente una muestra de la amplitud de la Carta, sino más bien de su limitación original.


La persistencia del fenómeno insurgente muestra una vez más la incapacidad de una carta fundamental para convertirse en un efectivo pacto social y político incluyente de todos los colombianos y colombianas.
La democracia colombiana es democracia pactada (Andrés Dávila) pero nunca lo ha sido entre todos los actores que debería serlo. No lo fue en el año 86 del siglo 19, ni lo fue en los años 10, 36, 57, 68, ni en el 91 del siglo 20. Puede aceptarse que el pacto del 91 fue mucho más amplio que cualquiera de sus antecedentes, pero no lo fue en la medida necesaria para poner fin al conflicto armado interno.
Sin duda representó un tremendo error haber iniciado el proceso constitucional del 91, nutrido de un inédito gesto de soberanía popular a través de la séptima papeleta, con el asalto a Casa Verde, santuario de las Farc, el 9 de diciembre de 1990. Así lo reconoció el prestigioso exconstituyente y líder de paz Augusto Ramírez Ocampo pocas horas antes de su muerte súbita el 14 de junio.
Otros intentos para que las Farc formaran parte del acuerdo constitucional también fracasaron. De ello quedó constancia paradójicamente en el retiro del constituyente conservador Misael Pastrana, expresidente de la República, cuya confusa elección el 19 de abril de 1970 había dado lugar al nacimiento del M19, uno de los movimientos gestores del acontecimiento constitucional del 91 una vez decidida la dejación de las armas en plan de paz.
La fuerza de la paz del M radicaba en la fuerza que había tenido su presencia militar en la vida urbana del país, el espacio que las élites se habían reservado como exclusivo para el ejercicio de su dominación. El M pudo mostrar capacidad transitoria para desordenar ese espacio, cosa que aterraba a los dominadores engolosinados como estaban con el oligopolio político del Frente Nacional.
Aún se acepta que la guerra es la prolongación de la política por otros medios, pero cada vez más se asume que ello es así porque la guerra es el fracaso de la política. El conflicto armado colombiano es fruto del fracaso de la política, precisamente de la política que tiene como primera misión construir acuerdos fundantes, o acuerdos sobre lo fundamental, con el alcance de acuerdos de paz en virtud de los cuales desaparece la rebelión política.
Colombia no puede seguir celebrando la modernidad e innovaciones afortunadas de la Constitución del 91 sin reconocer al mismo tiempo su carácter de pacto social y político incompleto e inconcluso. “20 años de una Carta que cambió a Colombia” titulaban los diarios el 4 de julio, pero en la misma fecha informaban “Militares siguen apretando el lazo sobre Alfonso Cano”. No son tan accidentales e inconexas estas informaciones.
¿Cómo completar la tarea inconclusa de la C91? El Presidente Santos ha dado un paso correcto: emprender la reforma rural comenzando por restituir a sus legítimos dueños las tierras despojadas por usurpadores violentos. Desde el Congreso de la República ha comenzado a reconocerse que antes de los diálogos con la insurgencia deberían darse entendimientos en la sociedad. Es el nuevo giro de la salida política. Cada vez es más amplio el consenso sobre la oportunidad de la iniciativa política de la sociedad para la paz.

Columnas de Opinión: Con millones de ojos

Columnas de Opinión: Con millones de ojos

Con millones de ojos

Por: William Ospina


NADA MÁS DIGNO DE RESPETO EN Colombia que el proyecto de devolver las tierras arrebatadas a sus legítimos propietarios.

Pero quien tenga la intención sincera de hacerlo debe saber que desde hace mucho tiempo en Colombia no bastan los decretos, las leyes ni las decisiones de unos cuantos funcionarios bien intencionados.

Las tierras que han sido saqueadas en las últimas décadas, lo fueron mediante un proceso violento de asaltos, crímenes, masacres y campañas de terror e intimidación. Hay quien dice que la atrocidad de las masacres tenía como principal objetivo crear un clima de espanto que hiciera huir de las regiones a los propietarios y facilitara la venta apresurada de predios a los beneficiarios de la violencia, que muy a menudo eran también sus instigadores.

Quienes se apropiaron de esas tierras no han sido sometidos por el Estado; las desmovilizaciones parciales no despojaron en lo fundamental a los empresarios del terror de su poder de acallar y de intimidar; quienes se beneficiaron de la violencia, contra los códigos y contra la justicia, no van a renunciar a esas conquistas por el hecho de que leyes nuevas ordenen la restitución.

Ello no significa que la recuperación y la devolución de las tierras sean imposibles. Al contrario, es una necesidad imperiosa de nuestra sociedad: necesidad política, social y moral, si queremos seguir siendo respetados como sociedad civilizada y si queremos tener dignidad a los ojos del mundo y a nuestros propios ojos. Pero la mera ley no es suficiente, y para garantizar que ese acto de justicia se cumpla mínimamente es necesario adelantar un proceso muy complejo de fortalecimiento democrático del proceso y de acompañamiento internacional.

Lo único que puede impedir que el esfuerzo por recuperar y restituir las tierras arrebatadas se convierta en un nuevo y escandaloso baño de sangre, uno de esos baños de sangre que cíclicamente arrojan su maldición sobre nuestro territorio, es que el Gobierno, el Estado que debe ejecutarlo, los funcionarios que tienen esa responsabilidad, comprendan la magnitud de lo que se proponen, la enormidad de las dificultades y el urgente deber que tienen de rodear el proceso de garantías para las víctimas y de protección para los que aspiran a recuperar sus tierras.

Nada podrá cumplirse si los beneficiarios de la ley permanecen aislados y vulnerables: los crímenes contra los aspirantes al retorno ya han comenzado a ocurrir. Sólo una presencia masiva de la sociedad, impulsada por los medios de comunicación, una vigilancia constante del proceso, una visibilización extrema de las providencias de los jueces, de las decisiones de la administración, de las entregas de tierras, una defensa elocuente y continua de los derechos de las víctimas, un rechazo decidido a las arbitrariedades y a los crímenes, pueden impedir que un proceso tan necesario y tan generoso naufrague en ese mismo mar de atrocidades que hoy nos avergüenza.

Un inmenso abrazo de solidaridad de todos los medios de opinión y de las organizaciones sociales, una alerta permanente de los informadores y una movilización amistosa y lúcida de los ciudadanos son el primer deber de la sociedad colombiana. Y también es necesario que se diseñe un plan de incorporación de esos predios restituidos a un proyecto económico viable y beneficioso para los campesinos y para el país. Porque tanto al Gobierno como a los medios se les hace agua la boca envaneciéndose de sus buenas intenciones, pero estas cosas sólo valen por sus consecuencias reales. 

Del mismo modo, es absolutamente necesario rodear ese proceso de una democrática vigilancia internacional. Que el mundo sepa que en Colombia han sido arrebatadas por la violencia y por el fraude millones de hectáreas a los campesinos, y que han sido desplazados millones de propietarios; que el mundo sepa que se está haciendo un esfuerzo generoso y democrático por corregir esa injusticia que clama al cielo; que el mundo acompañe ese esfuerzo de alta civilización y lo vigile, como diría el profeta, con millones de ojos.

Salvemos a los violentos de la tentación de la masacre. Que nuestra indiferencia y la impunidad no sean nuevamente cómplices del mal, y no le faciliten a la violencia su trabajo. 

Si sus impulsores no procuran que este proceso tenga ese acompañamiento y esa vigilancia, tal vez, a pesar de sus buenos propósitos, sólo están entregando millares de personas inermes otra vez en manos de la arbitrariedad y de la venganza. Ese es el tamaño de su responsabilidad histórica.

Columnas de Opinión: Falacias en la restitución de tierras

Columnas de Opinión: Falacias en la restitución de tierras

Falacias en la restitución de tierras

Por: Mauricio Botero Caicedo

LOS COLOMBIANOS TENEMOS PROblemas de percepción, problemas que no nos permiten distinguir entre lo ideal y entre lo obtenible.


Dentro de los defectos de percepción está la creencia de que la Constitución puede derogar las leyes económicas. Nuestra Carta Magna, explícita y amplia en cuanto a asegurar derechos económicos ilimitados, es bastante menos específica en señalar por cuenta de quién corren los recursos que necesariamente deben ser ilimitados. (Los contribuyentes tampoco disponen de recursos ilimitados).
El problema con los errores de percepción es que conllevan  frustraciones que generalmente agravan el problema inicial. Para buena parte de los habitantes de la ciudad, la inclusión social y la paz de Colombia están atados a la ‘cuestión agraria’. El 74%, según reciente encuesta, respalda la restitución y la ley de tierras; y cree que los objetivos consagrados en la recientemente firmada Ley de Víctimas son alcanzables tanto en lo económico, como en lo social.
El autor de esta nota está enteramente de acuerdo en que se restituya lo que ilegal mente fue sustraído, pero cree oportuno señalar algunas contradicciones y obstáculos en una serie de premisas que buena parte de la opinión pública urbana asume como ciertas: 1. Los desplazados tienen como meta regresar a sus tierras. Realidad: en todos los estudios y encuestas, entre 70% y 80% de los desplazados afirma que no tiene la menor intención de regresar al campo. 2. La restitución de tierras a sus verdaderos propietarios se puede lograr sin mayores obstáculos. Realidad: el mismo Gobierno acepta que la tarea de restituir a sus legítimos dueños 2,5 millones de hectáreas arrebatadas y 4 millones más abandonadas va a ser ‘titánica’. La inmensa mayoría de los desplazados muy seguramente les otorgará poderes a carteles de abogados avivatos que se están alistando para quedarse con las tierras de los desplazados, tierras que terminaran revendiéndoselas a los narcos y a sus testaferros. 3. Una vez restituida la propiedad a los desplazados éstos pueden, en el corto plazo, poner a producir la tierra. Realidad: sin crédito, sin apoyo técnico y comercial, sin infraestructura, son muy pocos los desplazados que podrán salir adelante. La tenencia de la tierra en sí no garantiza su explotación económica. 4. En el campo hay y seguirá habiendo enormes posibilidades de empleo. Realidad: de acuerdo con casi todos los analistas, incluyendo al candidato al Nóbel, Paul Romer (Entrevista en Portafolio, junio 30/11), “ni la minería ni la agricultura moderna son intensivas en mano de obra”. Los pocos empleos agrarios hoy son transitorios. 5. Para socavar al latifundio  y las tierras ociosas, basta elevar los impuestos prediales. Realidad: para muchos expertos, incluyendo al surafricano Michael Carter (Entrevista en El Espectador, Sept. 26/10), “El impuesto a la tierra improductiva no es solución mágica, ya que no lleva a los grandes productores a vender sus tierras y puede resultar en un sobrecosto para los productores medianos y pequeños”. 6. En Colombia hay desplazamiento forzoso por la violencia y el invierno, pero escasa migración voluntaria del campo a la ciudad. Realidad: 72 millones de personas al año a nivel global emigran del campo a la ciudad; esto es el 1% de la población mundial. El que cree que en Colombia la migración voluntaria a las urbes es insignificante, no sabe de lo que está hablando.  7. Es poco lo que las ciudades les pueden ofrecer a los desplazados, aparte de crimen y hacinamiento. Realidad: la ciudad ofrece bastante más oportunidades de empleo, recreación, contacto social, intercambio de ideas, salud y educación, que el campo. La tierra generalmente ennegrece, embrutece, y empobrece. ¡El futuro del empleo y del desarrollo humano es urbano, no rural!

Desde el andén | ELESPECTADOR.COM

Desde el andén | ELESPECTADOR.COM

Por: Alfredo Molano Bravo

AHORA, CUANDO SE VUELVE A PONER de moda hablar de la Constitución del 91, meto la cucharada, a mi manera, porque soy algo tosco para las disciplinas jurídicas y muy torpe para entender las mediaciones del derecho.


Se dice que es la del 91 la primera Carta que no fue producto de una guerra civil y que, por el contrario, fue redactada para evitarla. Ni lo uno ni lo otro, pienso. No se puede olvidar lo que vivíamos en la década del 80: la eliminación sangrienta de un partido político —la UP—, el fortalecimiento de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar —Farc, Eln, Epl, M-19—, la toma del Palacio de Justicia, las bombas de los Extraditables, la creación del paramilitarismo. El país era una bomba a punto de explotar. Los partidos, la Iglesia y —a regañadientes— los militares tuvieron que aceptar el reto de aflojarle la cinta al macho para que no se reventara. No era tanta la generosidad ni tanto el patriotismo. La jugada salió bien no porque los patriarcas se lo hubieran propuesto, sino porque, en cierta medida, resultó lo que temían: que el organismo rompiera la camisa que le habían impuesto y legislara a diestra y siniestra fundado en el concepto de igualdad —extraño a nuestra tradición política—, un principio que se puso en juego desde el principio y que permitió que las principales fuerzas políticas tuvieran idéntico poder: tres presidentes, Serpa, Gómez y Navarro. Las mesas de tres patas no cojean. Sin embargo, la igualdad no era —y no ha sido— suficiente para que la Constitución se convirtiera en un acuerdo sobre lo fundamental. Faltó la participación de la Coordinadora Guerrillera. Estuvo a punto de lograrse. La diferencia en el número de representantes, siendo grande, no era insuperable: 23 representantes pedían los insurgentes y el Gobierno ofrecía ocho. La negociación de la cifra se adelantaba cuando los militares se adelantaron y, con la venia de gobierno de Gaviria, bombardearon los campamentos del Secretariado y lanzaron miles de hombres a la caza de Marulanda. Un triunfo pírrico a la corta, porque la operación fue un fracaso, y a la larga, porque la falta de esa otra pata de la mesa ha costado 200.000 muertos y 50.000 desaparecidos, según las cifras que se han conocido en los últimos días. ¡Cuánto dolor ha costado la obsesión!

La Constitución del 91 pasa el examen de los tiempos con el reconocimiento de los derechos de las llamadas minorías étnicas, la creación de la tutela como herramienta democrática y la introducción de una institución tan necesaria y útil para defender los derechos humanos y divulgar el Derecho Internacional Humanitario como es la Defensoría del Pueblo. Amarrar la elección del defensor a la Cámara de Representantes y hacerla depender de la autoridad del Ministerio Público ha limitado la necesaria autonomía para prevenir y, por tanto, implícitamente, denunciar hechos y procesos que atentan contra las libertades ciudadanas. Pese a ello, la Defensoría ha cumplido un papel determinante en la defensa de los DD.HH., tanto por sus actos y pronunciamientos como por el ejercicio de la llamada magistratura moral. La Corte Constitucional toma muy en cuenta los autos defensoriales y los argumentos de la Defensoría al fijar sus posiciones, lo que demuestra la respetabilidad que en este sentido ha ganado la institución. Una evidencia de esta afirmación es la famosa Sentencia T025 de 2004, de la Corte Constitucional, que declara la situación de los desplazados como “un estado de cosas inconstitucional”, sentencia que, sin duda, contribuyó —hoy se ve— a abrirle camino a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.

El país debe reconocer a los funcionarios de la Defensoría su valor y entrega en la defensa de los derechos humanos.

El futuro de la Constitución

Por: Eduardo Sarmiento

Luego de la aprobación de la Regla Fiscal y de las conmemoraciones de los 20 años de la Constitución surge el interrogante sobre el futuro.


Si bien los derechos fundamentales recibieron el reconocimiento unánime de representar el avance más importante con respecto a las Cartas anteriores, los debates no llegaron lejos en la evaluación de las realizaciones. En particular, no se esclareció, porque en las dos décadas que siguieron a la Constitución la pobreza se mantuvo cerca de 50%, el desempleo y la informalidad aumentaron y la distribución del ingreso llegó a ser una de las más desiguales del mundo.
La explicación la presenté en un artículo reciente: los principios y criterios sociales de la Constitución fueron suplantados por el modelo neoliberal que se inició en la misma época a todo vapor y ha dominado el espectro de la vida nacional.
La ilustración más clara está en la salud y en la educación, donde el espíritu de fondo de la Constitución fue vulnerado por el acto legislativo de 2002, que congeló las transferencias regionales. En los últimos diez años los gastos correspondientes a los dos rubros en términos del ingreso per cápita bajaron cerca de 20%.
El recorte ha sido traumático. La partida asignada a los pacientes del sistema subsidiado no ha permitido actualizar el POS y ha obligado a que los servicios especializados se obtengan por la vía de las tutelas. Si a esto se agregan las prácticas monopólicas de las EPS para apropiarse de los recursos públicos y deprimir los servicios, no es posible cumplir el mandato de la salud universal. Y no se ha entrado en razón. La ley de la reforma de salud aprobada al final del año pasado mantiene la misma estructura en el intento de salvar las EPS.
Algo similar sucede en la educación. Las bajas apropiaciones han afectado tanto la calidad como la cobertura. La situación más grave se presenta en la educación superior. Los estudiantes que culminan el bachillerato con títulos debidamente certificados no tienen acceso a la formación superior por la carencia de cupos en las universidades públicas o por la imposibilidad de cubrir las matrículas de las privadas. Los fondos destinados a la educación pública apenas permite el acceso de 800.000 estudiantes.
En lugar de elevar la apropiación presupuestal para aumentar la cobertura de la universidad pública, el Gobierno proclama el ánimo de lucro en la educación. Se equivocan. El afán de ganancia no induce a los inversionistas a destinar becas y financiar a los estudiantes. Tal como ocurrió en la salud, los esfuerzos se concentrarán en las áreas que les permitan cargar matrículas por encima de los costos o bajar la calidad.
Es claro que la privatización es un esguince para eludir los derechos fundamentales. Así, las EPS sirvieron de escudo para incumplir el mandato de la salud universal. Del mismo modo, la privatización de la educación es una disculpa para incumplir el derecho a la formación superior. Lo grave es que el panorama se tornara más gris con la Regla Fiscal, que interferirá con los fallos de la Corte Constitucional y las tutelas. Tal como quedó en el reciente acto legislativo, constituirá otra excusa para no cumplir o postergar los derechos fundamentales consignados en la Carta.
El país no puede llamarse a engaño. La privatización y la limitación de recursos representaron un severo impedimento para la realización de los derechos fundamentales de la salud, educación y trabajo. Su cumplimiento en el futuro está condicionado a un modelo que propicie una estructura productiva que asegure el empleo bien remunerado a toda la población y frene las ganancias del capital, al tiempo que formalice una organización social que le dé prioridad a la equidad sobre la eficiencia.

Analfabetismo digital

Por: Armando Montenegro

PISA ACABA DE PUBLICAR LOS REsultados de los exámenes internacionales de lectura digital realizados en 2009 para jóvenes de 15 años.


Por la complejidad del estudio, sólo participaron 19 países: 16 de la OECD y 3 invitados: Hong Kong-China, Macao-China y Colombia. Colombia tuvo, de lejos, las peores calificaciones.
La prueba midió la capacidad de usar los computadores para “acceder, manejar, integrar y evaluar información; construir nuevos conocimientos a partir de textos electrónicos”. Se evaluó la destreza para navegar por la red, diseñar estrategias de búsqueda, integrar informaciones variadas y examinar resultados y fuentes de información diversas para lograr el conocimiento de un tema.
El promedio de los resultados para los 16 países de la OECD fue de 499 puntos. Hong Kong y Macao se situaron cerca de ese número. Los mejores puntajes fueron para Corea, Nueva Zelandia y Australia, todos por encima de 530 puntos. Colombia registró el peor de todos: 368; fue el único país por debajo de los 400 puntos.
La calificación tuvo cinco niveles, en forma ascendente, de 1 a 5. El nivel crítico fue el 2, por debajo del cual las aptitudes en lectura digital no son suficientes para aprender, absorber conocimientos y tecnologías en el mundo actual. El nivel más alto, el 5, fue alcanzado por el 17% de los estudiantes de Corea, el 8% de los jóvenes de los países de la OECD y sólo cerca del 1% de los colombianos.
El resultado más preocupante fue que cerca del 70% de los jóvenes colombianos estuvo por debajo del nivel 2. Todos ellos, simplemente, son analfabetos digitales funcionales (semejantes a quienes han aprendido a leer y escribir textos en papel, pero no pueden entender lecturas de alguna complejidad). No tienen la capacidad de desempeñarse en la economía del siglo XXI y acceder a las enormes oportunidades que sí van a tener los jóvenes de otros países. 
Los resultados de Colombia están relacionados con varias carencias que también señala PISA: sólo cerca del 45% y el 30% de los jóvenes colombianos tienen en su casa computador y acceso a internet, y casi todos estos privilegiados (el 90% y el 95%, respectivamente) pertenecen a estratos altos. Los rectores reportan, además, que casi el 65% de las escuelas no dispone de computadores.
Éstas y otras evaluaciones muestran, a gritos, que es imperiosa una profunda reforma a la educación en Colombia. Millones de muchachos van a la escuela, asisten a clase, presentan exámenes, terminan sus estudios, pero no aprenden nada o, si les va bien, no aprenden lo suficiente. Ellos y sus padres están perdiendo el tiempo.
Lo más grave es que los datos de PISA prueban que no sólo Colombia se está rezagando frente al resto del mundo, sino que, dentro del mismo país, se está ampliando la brecha entre los jóvenes que van a las buenas escuelas privadas que proveen adecuada formación digital, y la gran mayoría, que asiste a escuelas públicas, con escasa o nula dotación de computadores, que carece de maestros capacitados y modernos, de espaldas a la tecnología y la cultura digital. Esta brecha, como se ha comentado tantas veces, mantiene y amplía la gran diferencia de oportunidades en la sociedad colombiana; después de todo, una de las principales causas de la enorme desigualdad del ingreso y la riqueza es el increíble contraste en la calidad de la educación entre sus clases sociales.