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domingo, 10 de julio de 2011
La Constitución y las Farc
Con millones de ojos
Por: William Ospina
NADA MÁS DIGNO DE RESPETO EN Colombia que el proyecto de devolver las tierras arrebatadas a sus legítimos propietarios.
Las tierras que han sido saqueadas en las últimas décadas, lo fueron mediante un proceso violento de asaltos, crímenes, masacres y campañas de terror e intimidación. Hay quien dice que la atrocidad de las masacres tenía como principal objetivo crear un clima de espanto que hiciera huir de las regiones a los propietarios y facilitara la venta apresurada de predios a los beneficiarios de la violencia, que muy a menudo eran también sus instigadores.
Quienes se apropiaron de esas tierras no han sido sometidos por el Estado; las desmovilizaciones parciales no despojaron en lo fundamental a los empresarios del terror de su poder de acallar y de intimidar; quienes se beneficiaron de la violencia, contra los códigos y contra la justicia, no van a renunciar a esas conquistas por el hecho de que leyes nuevas ordenen la restitución.
Ello no significa que la recuperación y la devolución de las tierras sean imposibles. Al contrario, es una necesidad imperiosa de nuestra sociedad: necesidad política, social y moral, si queremos seguir siendo respetados como sociedad civilizada y si queremos tener dignidad a los ojos del mundo y a nuestros propios ojos. Pero la mera ley no es suficiente, y para garantizar que ese acto de justicia se cumpla mínimamente es necesario adelantar un proceso muy complejo de fortalecimiento democrático del proceso y de acompañamiento internacional.
Lo único que puede impedir que el esfuerzo por recuperar y restituir las tierras arrebatadas se convierta en un nuevo y escandaloso baño de sangre, uno de esos baños de sangre que cíclicamente arrojan su maldición sobre nuestro territorio, es que el Gobierno, el Estado que debe ejecutarlo, los funcionarios que tienen esa responsabilidad, comprendan la magnitud de lo que se proponen, la enormidad de las dificultades y el urgente deber que tienen de rodear el proceso de garantías para las víctimas y de protección para los que aspiran a recuperar sus tierras.
Nada podrá cumplirse si los beneficiarios de la ley permanecen aislados y vulnerables: los crímenes contra los aspirantes al retorno ya han comenzado a ocurrir. Sólo una presencia masiva de la sociedad, impulsada por los medios de comunicación, una vigilancia constante del proceso, una visibilización extrema de las providencias de los jueces, de las decisiones de la administración, de las entregas de tierras, una defensa elocuente y continua de los derechos de las víctimas, un rechazo decidido a las arbitrariedades y a los crímenes, pueden impedir que un proceso tan necesario y tan generoso naufrague en ese mismo mar de atrocidades que hoy nos avergüenza.
Un inmenso abrazo de solidaridad de todos los medios de opinión y de las organizaciones sociales, una alerta permanente de los informadores y una movilización amistosa y lúcida de los ciudadanos son el primer deber de la sociedad colombiana. Y también es necesario que se diseñe un plan de incorporación de esos predios restituidos a un proyecto económico viable y beneficioso para los campesinos y para el país. Porque tanto al Gobierno como a los medios se les hace agua la boca envaneciéndose de sus buenas intenciones, pero estas cosas sólo valen por sus consecuencias reales.
Del mismo modo, es absolutamente necesario rodear ese proceso de una democrática vigilancia internacional. Que el mundo sepa que en Colombia han sido arrebatadas por la violencia y por el fraude millones de hectáreas a los campesinos, y que han sido desplazados millones de propietarios; que el mundo sepa que se está haciendo un esfuerzo generoso y democrático por corregir esa injusticia que clama al cielo; que el mundo acompañe ese esfuerzo de alta civilización y lo vigile, como diría el profeta, con millones de ojos.
Salvemos a los violentos de la tentación de la masacre. Que nuestra indiferencia y la impunidad no sean nuevamente cómplices del mal, y no le faciliten a la violencia su trabajo.
Si sus impulsores no procuran que este proceso tenga ese acompañamiento y esa vigilancia, tal vez, a pesar de sus buenos propósitos, sólo están entregando millares de personas inermes otra vez en manos de la arbitrariedad y de la venganza. Ese es el tamaño de su responsabilidad histórica.
Falacias en la restitución de tierras
Por: Mauricio Botero Caicedo
LOS COLOMBIANOS TENEMOS PROblemas de percepción, problemas que no nos permiten distinguir entre lo ideal y entre lo obtenible.
Desde el andén | ELESPECTADOR.COM
Por: Alfredo Molano Bravo
AHORA, CUANDO SE VUELVE A PONER de moda hablar de la Constitución del 91, meto la cucharada, a mi manera, porque soy algo tosco para las disciplinas jurídicas y muy torpe para entender las mediaciones del derecho.
Se dice que es la del 91 la primera Carta que no fue producto de una guerra civil y que, por el contrario, fue redactada para evitarla. Ni lo uno ni lo otro, pienso. No se puede olvidar lo que vivíamos en la década del 80: la eliminación sangrienta de un partido político —la UP—, el fortalecimiento de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar —Farc, Eln, Epl, M-19—, la toma del Palacio de Justicia, las bombas de los Extraditables, la creación del paramilitarismo. El país era una bomba a punto de explotar. Los partidos, la Iglesia y —a regañadientes— los militares tuvieron que aceptar el reto de aflojarle la cinta al macho para que no se reventara. No era tanta la generosidad ni tanto el patriotismo. La jugada salió bien no porque los patriarcas se lo hubieran propuesto, sino porque, en cierta medida, resultó lo que temían: que el organismo rompiera la camisa que le habían impuesto y legislara a diestra y siniestra fundado en el concepto de igualdad —extraño a nuestra tradición política—, un principio que se puso en juego desde el principio y que permitió que las principales fuerzas políticas tuvieran idéntico poder: tres presidentes, Serpa, Gómez y Navarro. Las mesas de tres patas no cojean. Sin embargo, la igualdad no era —y no ha sido— suficiente para que la Constitución se convirtiera en un acuerdo sobre lo fundamental. Faltó la participación de la Coordinadora Guerrillera. Estuvo a punto de lograrse. La diferencia en el número de representantes, siendo grande, no era insuperable: 23 representantes pedían los insurgentes y el Gobierno ofrecía ocho. La negociación de la cifra se adelantaba cuando los militares se adelantaron y, con la venia de gobierno de Gaviria, bombardearon los campamentos del Secretariado y lanzaron miles de hombres a la caza de Marulanda. Un triunfo pírrico a la corta, porque la operación fue un fracaso, y a la larga, porque la falta de esa otra pata de la mesa ha costado 200.000 muertos y 50.000 desaparecidos, según las cifras que se han conocido en los últimos días. ¡Cuánto dolor ha costado la obsesión!
La Constitución del 91 pasa el examen de los tiempos con el reconocimiento de los derechos de las llamadas minorías étnicas, la creación de la tutela como herramienta democrática y la introducción de una institución tan necesaria y útil para defender los derechos humanos y divulgar el Derecho Internacional Humanitario como es la Defensoría del Pueblo. Amarrar la elección del defensor a la Cámara de Representantes y hacerla depender de la autoridad del Ministerio Público ha limitado la necesaria autonomía para prevenir y, por tanto, implícitamente, denunciar hechos y procesos que atentan contra las libertades ciudadanas. Pese a ello, la Defensoría ha cumplido un papel determinante en la defensa de los DD.HH., tanto por sus actos y pronunciamientos como por el ejercicio de la llamada magistratura moral. La Corte Constitucional toma muy en cuenta los autos defensoriales y los argumentos de la Defensoría al fijar sus posiciones, lo que demuestra la respetabilidad que en este sentido ha ganado la institución. Una evidencia de esta afirmación es la famosa Sentencia T025 de 2004, de la Corte Constitucional, que declara la situación de los desplazados como “un estado de cosas inconstitucional”, sentencia que, sin duda, contribuyó —hoy se ve— a abrirle camino a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.
El país debe reconocer a los funcionarios de la Defensoría su valor y entrega en la defensa de los derechos humanos.